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2015 - Pregón

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PREGÓN FERIA DEL LIBRO DE CÓRDOBA 2015

 

maria-dueniasCon Córdoba me unen lazos íntimos, y por eso es para mí doblemente grato el tener el honor de pronunciar este pregón. Sin Córdoba, de hecho, yo no estaría en el mundo. Aquí, en esta ciudad, se conocieron mis padres en 1963. Como en las historias más románticas, apenas medio año después de aquel primer encuentro, se casaron. Diez meses más tarde, nací yo.

Córdoba es, por tanto, una parte fundamental de mi biografía, de mi razón de existir. Los recuerdos más nostálgicos de mi infancia están aquí, flotando en el aire, anclados en aquella vieja casa de mis abuelos que hoy ya no existe en la calle Pretorio junto al Viaducto, en la de mis tíos Paquita y José Luis en El Brillante, o entre las palomas de los Jardines de la Merced. En aquellas ilusionantes visitas preadolescentes al antiguo Galerías Preciados con mi prima Elisa, en los platos de calamares a los que mi abuelo Manolo nos invitaba a los niños en la Sociedad de Plateros el domingo por la mañana después de misa, y en el eco del acento entrañable de Juana, la pequeña gran mujer que cuidó a mi madre desde que nació.

Córdoba es por eso un escenario insustituible en la novela de mi vida, y en homenaje a esta ciudad que hoy me invita y me acoge, de ello precisamente quiero hablarles en este arranque de la Feria del Libro de 2015: de escenarios literarios, de territorios y ciudades sobre los que se han fraguado ficciones que han llenado páginas, volúmenes, bibliotecas y librerías.

Algunas, muchas ciudades son desde hace larguísimos años patrimonio absoluto de la humanidad: el París de Balzac, el Londres de Dickens, la Lisboa de Pessoa... En otros casos, las connotaciones son más contemporáneas, más cercanas en el tiempo. La Lima de Vargas Llosa y Bryce Echenique, por ejemplo. La Barcelona de Eduardo Mendoza o Carlos Ruíz Zafón. La propia Córdoba ha sido a menudo protagonista, luciendo su alma como escenario protagonista en La feria de los discretos de Baroja, o en La mano de Fátima que publicara no hace tanto Ildefonso Falcones.

Uno de los privilegios más fascinantes de los que disfrutamos los escritores es, como Alicia en el país de las maravillas, el poder pasarnos al otro lado del espejo y tener una plena libertad para
elegir esos escenarios; para trazar el rumbo de los pasos que seguirán nuestras criaturas literarias, y decidir qué esquinas, qué calles, qué rincones vamos a volcar entre las páginas de nuestras novelas.

Revisitando mis propias vivencias, echo la vista nueve años atrás y me recuerdo a mí misma pateando las calles de la hermosa Tetuán, la antigua capital del Protectorado de España en Marruecos tan vinculada a mi propia familia. Me veo imaginando El tiempo entre costuras antes de escribir siquiera una línea, recorriendo la vieja calle Generalísimo que antes fue la calle República y antes la de Alfonso XIII, preguntando mil detalles a mi madre, haciendo cientos de fotos, tomando un té con hierbabuena en una terraza en ese enclave neurálgico al que todavía siguen llamando la plaza Primo. Me rememoro colándome descaradamente en el antiguo Casino Español en el que tantas –y tan fructíferas— partidas jugara mi abuelo, emplazando en su lugar la ya inexistente Alta Comisaría, perdiéndome en La Medina, la ciudad original a la que nuestros mayores llamaban "la morería".

Con tal cargamento de imágenes, olores y sensaciones, a menudo ansías tener un disco duro en el cerebro para que no se te borre ni el más diminuto detalle; para que, cuando meses después llegue el momento de narrar frente al teclado la madrugada en la que Sira Quiroga, una joven costurera madrileña atraviesa aterrorizada esas estrechas callejas con el cuerpo cubierto de siniestras pistolas, todo encaje y esté en su sitio justo, tal como pudo haber sido, o quizá como fue...

Algo similar me ocurrió con la California de mi segunda novela, Misión Olvido, en aquel día de julio en el que pisé por primera vez Sonoma, al norte de la bahía de San Francisco. Se llega conduciendo entre lomas y viñedos; atrás queda el Golden Gate y el condado de Marín, con sus escenarios de postal. Pero el pueblo de Sonoma es distinto. Menos glamuroso, más auténtico diría: cargado de historia que destila verdad. En su centro alberga una enorme plaza, casi un parque con árboles centenarios. En una esquina de ésta, clara y simple, austera, con su campana y su cruz, se encuentra la misión. San Francisco Solano fue el nombre que le dio su fundador, el díscolo padre Altimira, a quien yo hago entre las páginas de mi libro responsable del establecimiento de esa otra misión a la que se refiere el título de Misión Olvido. La última del Camino Real en su extremo norte, la de más breve recorrido si es que alguna vez llegó a existir.

Blanca Perea –mi protagonista, una profesora española que aún está superando el abandono de su marido— y Daniel Carter –el hispanista americano maduro y atractivo que acaba de cruzarse en su camino— visitarán esta misión franciscana entre las páginas de mi novela. Se dejarán seducir por la nostalgia y la serenidad que destila y después se sentarán a charlar en un banco de la plaza mientras va cayendo la tarde. Y finalmente pasearán por los alrededores y entrarán a tomar unas hamburguesas en Murphy's, un extemporáneo y encantador pub irlandés donde yo misma me senté a comer con mi familia. Y allí Daniel abrirá a Blanca una rendija de su turbio pasado lleno de pérdida, dolor y reconstrucción.
Ahora que acabo de publicar mi tercera novela, La Templanza, los pasos me han llevado a México, La Habana y Jerez.

El primer escenario por el que se mueve mi protagonista es la ciudad de México en septiembre de 1861. En el agitado corazón de la capital azteca, en lo que hoy se conoce como el Centro Histórico, ubico parte de la historia de Mauro Larrea, un próspero empresario de la minería de la plata de origen español al que un mal día la fortuna enseña los dientes, llevándole a la ruina más cruda y absoluta.

La vida cotidiana fluía por entonces casi enteramente alrededor del zócalo, la gigantesca explanada a la que durante el virreinato llamaron primero Plaza Mayor y después Plaza de la Constitución, en recuerdo de la Pepa gaditana. En ella entró triunfal Agustín de Iturbide al mando del Ejército Trigarante en tiempos de turbulencias independentistas, y de allí fue retirada en 1824 la estatua de Carlos IV, el último símbolo del ya acabado dominio español.

Recorriendo sin prisa las calles del Centro Histórico, salen al paso mil rincones y fachadas con sabor a aquellos tiempos: edificios coloniales de cantera y piedra volcánica, palacios convertidos en hoteles, centros comerciales, oficinas públicas o salas de exposiciones. Para devolverles su vieja esencia, sólo es necesario un pequeño ejercicio de imaginación.

Acuciado por la urgencia de recomponer su ruina, Mauro Larrea saltará a Cuba en la segunda parte de La Templanza. La isla, conocida por entonces como La Perla de las Antillas, era en aquellos años el último gran bastión del ya caduco imperio español, una tierra repleta de riqueza derivada de los ingenios azucareros, las vegas de tabaco y las plantaciones de café. En La Habana reubico a mi personaje, en una ciudad vibrante y opulenta donde los esclavos negros constituían la mitad de la población, y donde florecían los negocios y las grandes fortunas. En aquellas décadas, el imparable crecimiento urbano había ya desbordado los límites de las murallas originales que blindaron lo que hoy se conoce como La Habana Vieja, pero mi novela se centra fundamentalmente en la zona y los aledaños que fueron –y en parte siguen siendo— el alma de la ciudad. Un puñado de kilómetros cuadrados asomados al mar y repletos de historia y nostalgia, de una maravillosa arquitectura que a menudo se cae por desgracia a pedazos y que, aun así, sigue desbordando encanto y sabor.

La vida cotidiana continúa fluyendo hoy apasionada entre la cuadrícula de calles estrechas que entonces recorrían las volantas y quitrines, aquellos coches de caballos de altas ruedas guiados por esclavos vestidos con galanura de brigadier, en los que paseaban las hermosas criollas en su constante ir y venir por la ciudad. A veces resulta complicado para el visitante tender un puente entre el ayer y el hoy: imaginar, por ejemplo, que en la céntrica calle O'Reilly se cotizaban los locales a precios exorbitantes, que el ahora decrépito Templete junto a la Plaza de Armas era un lugar emblemático, o que por la Alameda de Paula volcada sobre la bahía, ahora casi siempre desierta y que yo recupero para una escena crucial de mi novela, paseaba al caer la tarde lo más selecto de la sociedad. Pero les aseguro que la magia envuelve a pesar de las carencias, y que vale la pena un largo paseo y un plato de ropa vieja en Doña Eutimia, antes de que encontremos un McDonalds en la legendaria calle Obispo o un Kentucky Fried Chicken bajo los soportales de la Plaza de la Catedral.

Una serie de carambolas –y tómese el término en su sentido más literal—acabará por llevar a Mauro Larrea hasta los muelles de Cádiz. Allí será recibido como un indiano: uno de aquellos españoles que retornaban a la Madre Patria ricos y exuberantes tras haber levantado un emporio al otro lado del mar. Sólo que a él, aunque se esfuerce por ocultarlo bajo su fachada de atractivo hombre de Ultramar, le faltan capitales y le sobran urgencias y desconciertos. Y así, desesperado por recomponerse, recalará en aquel espléndido Jerez de la segunda mitad del XIX, cuando el negocio del vino vive uno de sus momentos de mayor gloria gracias sobre todo al vínculo de las bodegas jerezanas con Inglaterra. Convertida por entonces en una poderosísima potencia marítima, la demanda de vinos de calidad crecía imparable en la sociedad inglesa. "Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez", había escrito Shakespeare en la segunda parte de Enrique IV.

El tradicional gusto de los británicos por el sherry –nombre genérico dado en inglés a los caldos de la tierra en alusión al antiguo nombre árabe de la ciudad, Sheris— ha tenido siempre un inmenso impacto en la vida local que todavía es evidente cuando hoy se visita Jerez. Gracias al vino se generaron grandes bodegas y enormes fortunas cuyo legado se percibe actualmente en las innumerables casas-palacio que salen al encuentro por todos los rincones: en la hoy plaza de Rafael Rivero, cerca de la cual sitúo en mi novela el ficticio caserón de la familia Montalvo; en la actual plaza de la Asunción, donde se encuentra la gran residencia neoclásica que imaginé como el hogar de Soledad, esa distinguida y perturbadora jerezana que provocará en nuestro protagonista una irresistible pasión.

Calles, esquinas, plazas, avenidas. Por ellas se mueve la vida y transitan las novelas. El imponente poder evocador de la literatura consigue que todos esos espacios queden a menudo grabados en nuestra memoria y nuestro corazón con más fuerza que un documental. La magia de las letras, el potencial de los libros para hacer volar la imaginación.

Disfruten de esta feria, queridos cordobeses.
Viajen con ella, conozcan.
Déjense seducir.

María Dueñas